Capitulo
1
El
estúpido monstruo se ganó mi odio eterno en el momento en que el taco de mis
botas Gucci se quebró.
Claro,
me había estado persiguiendo desde hacía al menos cinco kilómetros, pero hasta
entonces solo había intentado matarme. Ahora la pelea se había vuelto personal.
No
podía creerlo. Hasta hacía dos días toda mi vida era completamente normal, pero
de sopetón un extraño paquete aparece, dejándome una espada (¿Quién demonios usaba
espadas? ¡Hello! ¡bienvenidos al siglo veintiuno, people!) y un mensaje que
decía que debía marchar al Campamento Mestizo cuanto antes.
No
salté exactamente en una pata al leerlo. No me agradaban los campamentos. Para
mí, eran sinónimos de poco aseo y pequeñas y sudadas tiendas de campaña en
donde la privacidad era inexistente. Además, la ropa de senderismo no es lo que
yo llamaba a la moda. ¿Botas militares? No en esta vida, amigo.
En
fin, como si el extraño mensaje no hubiera sido suficiente, un enorme búho
apareció a hablarme en plena clase de costura. La conmoción fue atroz. Mis
compañeras literalmente huyeron por la ventana, chillando como desquiciadas y
abandonando a su suerte a todos los modelitos en preparación.
Yo
me quedé tan pasmada que no pude ni moverme. O gritar. O tener alguna reacción
en lo absoluto.
Me
quedé allí mientras la magnífica ave de motas moradas y grises abría la boca y
dejaba escapar un montón de niebla misteriosa. No estoy segura de lo que
sucedió después, de si me desmayé por la niebla o por el shock de ver a una
lechuza expulsando humo; pero cuando desperté lo sabía todo. Quién era. Qué era
el campamento mestizo. Qué demonios era ese bichejo que ahora parecía contento
picoteando la diamantina de mi frasco de decoraciones.
Era
un semidiós, hija de Atenea, diosa del Olimpo.
Okay,
tengo que admitir que no lo creí en un principio. Bueno, “no creí” sería un
eufemismo. Lancé un frasco a la lechuza y huí a casa. (¿Qué? ¡Espera a
encontrarte a una lechuza de un metro y que expulsa humo, a ver como
reaccionas!) Estuve al menos un día entero encerrada dentro, completamente
flipada de lo que acaba de descubrir y totalmente segura de haber perdido la
cabeza. ¿Hija de Atenea? ¿En serio? ¡Totalmente ridículo! Atenea y todos los
olímpicos eran invenciones pasadas para poder explicar cosas sencillas como
quien crea las tormentas o porque el sol cruzaba por los cielos (No era un
carro, mis queridos griegos, lamentó la decepción).
Claro
que cuando un grupo de mujeres furiosas entra a tu cuarto, rugiendo “¡Hija de
Atenea!” y alzando unos horribles látigos contra mí, las cosas tienden a
cambiar un poco.
Supongo
que como semidiós y heroína tendría que haber hecho un valiente enfrentamiento,
pero no me avergüenza decir que grité y les lancé una lámpara (jugué un poco de
softball, tengo un buen brazo). Para el siguiente momento había agarrado mi
bolso, gritado un poco más, y escapado por la ventana del departamento a las
escaleras de emergencia. Dios bendiga a Nueva York. ¿Dónde más podría huir de
un decimo piso por fuera? Sin involucrar suicidarme o trepar como un cérquense,
no en demasiados lugares.
Lamentablemente,
la lámpara no retrasó a las mujeres serpientes ni por asomo. Cuando apenas
había bajado un piso, escuché a mi ventana explotar, viendo como ellas
comenzaban a volar por los aires gracias a unas grandes alas de murciélago.
(¿En serio? ¿Por qué tenían que volar?)
Para
ese momento el pánico me había inundado, sintiendo a todo mi cuerpo temblando
como una centrifugadora fuera de control.
-¡No
vas a huir, hija de Atenea! -chilló una, la de las serpientes amarrillas,
lanzando un latigazo contra mí. El cuero negro pareció extenderse mágicamente,
habiéndome golpeado sino me hubiera lanzado al costado. La mujer gritó y volvió
a alzar su látigo, pero un ataque de adrenalina me golpeó a último minuto,
corriendo hacia el departamento de ese piso y metiéndome por una ventana de un
salto. Naturalmente mi brazo formó un medio circulo, todo mi cuerpo rotándose
encima hasta que pase al otro lado, completamente parada.
Bien,
eso era nuevo. ¿Dónde estaban los golpes y las magulladuras? “Concéntrate,
Emma” me dije a mi misma, “tenemos a dos mujeres a punto de matarte”.
Iba
a correr hacia afuera, cuando una mujer apareció de la cocina, dejando caer su
plato de comida y corriendo hacia adentro gritando algo de la policía. ¿En
serio? ¿Creyó que era un ladron? ¿Qué ladrón entra a tu casa vestida con botas
de tacón, calzas, pollera tiro alto y una camisa? ¡Si un ladrón pudiera vestir estás ropas, ni
siquiera debería tener que robar!
El
chillido de furia de afuera me sacó de mi indignación, recordando a las mujeres
en caza por mi sangre afuera. Corrí hacia la puerta, gritando un “lo siento”
mientras me zambullía en el pasillo, yendo a toda velocidad hacia el ascensor.
Entré deslizándome, apretando el botón de planta baja desesperadamente sin
demasiado resultados cuando escuché gritos y el inconfundible sonido de
cristales rompiéndose.
La
sangre se me heló.
Para
el siguiente momento la puerta del apartamento explotó, con las mujeres
saliendo y estrellándose con torpeza contra la pared. La de serpientes rojas me
señaló, apuntándome con su dedo largo y huesudo.
-¡Ahí
esta! ¡Está escapando! -rugió.
Apreté
el botón con más fuerza, rogando que empezara a funcionar mientras veía como
los monstruos se paraban, comenzando a volar a mi dirección.
-¡Vamos,
estúpida cosa! -grité, pateando el botón y finalmente la luz se encendió, con
las puertas empezando a cerrarse.
-¡No!
-gritó la criatura de serpientes rojas, disparando su látigo hacia mí. Me hice
hacia atrás con un grito, agarrándome a duras penas del pasamano mientras el
cuero venía a golpearme. Fue una acción de un segundo, ver a la tira negra
estirándose, sacudiéndose con un destello antes de casi atacar, cuando las
puertas se cerraron, atrapándolo en pleno vuelo. El arma se frenó a centímetros
de mi rostro, cayendo inocentemente contra las puertas de metal.
Estaba
tomando un respiro, tranquila ahora, cuando escuché un chillido por encima, de
pronto sobresaltándome al oír como un enorme peso golpeaba el techo. Grité,
escuchando golpes y rasguños mientras me resbalaba al agacharme.
-¡Voy
a matarte, hija de Atenea! ¡Cobraremos nuestra venganza! -rugió la voz del
monstruo afuera, escuchando como despedazaba los pedazos de metal para
atraparme.
¿Venganza?
La ira me brotó de pronto. Yo no había hecho nada a esas estúpidas ancianas.
¡Ni siquiera las conocía, por el amor de Dios! Pero ahora iban a hacerlo.
Usando
mis piezas de ingenio, busque en mi bolso, ignorando mi caja de costura y mi
cuaderno de bosquejos, y agarrando todos los elementos que podían serme útiles
para pelear. El ascensor se detuvo en un piso inferior, pero con un grito
salvaje logré espantar a los vecinos, haciéndoles retroceder. La mujer seguía
gritando por mi sangre, pero ahora me sentía armada. Solo lamentaba no tener
esa estúpida espada. Eso sería un buen consejo paterno, cuando regalan algo de
vida o muerte deberían dejar una nota del tipo: “si no te llevas esto, unas
señoras enloquecidas y con el peor pelo del mundo van a aparecer a matarte”.
Nadie ignoraría eso.
Finalmente
tuve un armamento de un desodorante, un encendedor, una lima de uñas y el
almohadón donde tenía clavados todos mis alfileres. No era demasiado, pero era
todo lo que tenía aparte de gomitas.
-¡No
vas a huir de nosotras! -rugía ahora la señora de arriba, esta vez dejando que
sus uñas de diez centímetros traspasaran el metal, cerrándose sobre la placa y
arrancándola de cuajo- ¡vamos a tener un festín…! -iba diciendo, sonriendo
triunfal, pero entonces encendí el encendedor, expulsando el desodorante al
mismo tiempo a su dirección. La reacción fue inmediata. La llama rugió, disparándose
como aliento de dragón. La mujer apenas tuvo tiempo de poner una mueca antes de
que la llama le golpeara en pleno rostro, arrancándole un chillido de dolor
mientras el fuego se prendía por todo su pelo de serpientes como si se tratara
de mechones de pólvora.
-¡Agh!
–rugió, agarrándose la cabeza y enderezándose justo cuando el ascensor llegó a
planta baja. Con el corazón en boca, apague mi improvisado lanzallamas y corrí
afuera apenas las puertas se abrieron, evadiendo al confundido portero por pura
suerte.
-¿Señorita
Greyson? ¿Qué…? –iba preguntando, pero yo no me detuve, agarrándolo y
llevándolo conmigo.
-¡Corre,
Tom! –grité, mirando hacia atrás para ver a la mujer cayendo al suelo, su cara
quemada mientras rugía en ira y amenazas de muerte bastante ilustrativas.
El
portero soltó un gruñido, intentando regresar, pero se lo impedí.
-¡La
señora necesita ayuda! –gritó, pero yo negué con la cabeza.
-¡No!
¡Quiere matarme! –grité.
-¡Quiere
ayuda! –insistió Tom y yo dudé, no entendiendo como no podía ver al monstruo
que yo veía. ¿Acaso no veía los pelos de serpiente o los dientes anormalmente
puntillados? ¿No veía tampoco los ojos viperinos y verdes? ¡¿Cómo no podía ver
las piernas de gallina?!
Oh,
demonios, yo tampoco había visto las patas de gallina.
-¡Tenemos
que irnos! –grité, siguiendo insistiendo para sacarlo de allí, cuando un
cuchillo voló a solo centímetros de mi cara, golpeando la puerta y haciéndome
escapar un chillido. Incluso Tom gritó, saltando de pura sorpresa.
-¡No
vas a huir! ¡Te alcanzaremos y te mataremos! –rugió, agarrando otro cuchillo.
¿En serio? ¿Tenían que tener cuchillos?
-¡Sal
y corre, Tom! –volvía a gritar, arrancando el cuchillo de la puerta y esta vez
el portero no discutió, huyendo despavorido a la calle gritando algo sobre
mujeres endemoniadas.
Yo
tiré el cuchillo a mi bolso y corrí hacia afuera, justo a tiempo para ver a la
otra señora estrellándose en el piso frente a las escaleras. De seguro volar no
se les hacía tan fácil en el espacio reducido, pensé.
-¡Huye!
–le chilló la otra, señalándome y yo volví en sí, saltando lo mejor que pude
los escalones (afortunadamente no me rompí un pie) y corrí a mi moto, la cual
había dejado aparcada sobre la acera. Era preciosa, una Yamaha negra; pero
ahora no tiempo para contemplarla. Era tiempo de una huida desesperada. Me
monté, cazado el casco y poniéndolo mientras encendía el motor, haciéndolo
rugir antes de meterme al transito a toda velocidad.
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